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Ana vestida de rojo

Ana vestida de rojo
Esa tercera noche en Miami mi esposa había estado bailando como enloquecida. Durante horas y horas había movido sensualmente su cuerpo en la pista de baile; mientras la mayoría de los hombres presentes disfrutaban ver su figura enfundada en ese apretado vestido rojo coral…

A esa altura de la noche yo estaba bastante cansado y me había quedado sentado en nuestra mesa disfrutando de un trago, mientras Ana seguía moviéndose al compás de la música en brazos de hombres desconocidos.

La veía danzar de una manera muy sexy; provocando a sus acompañantes mientras agitaba sus cabellos rubios enrulados, moviendo sus firmes tetas y meneándose en su ajustado vestido rojo.

Ese vestido rojo era lo que atraía la atención de tantos hombres. De repente pude ver que uno de ellos, un enorme negro musculoso, se acercaba a ella sonriendo. Ana le respondió a su sonrisa y se acercó bastante a él, dándome la espalda mientras lo hacía…

Ambos fueron acercándose hasta quedar casi pegados sus cuerpos. Podía ver la fina tela roja de su vestido pegándose al cuerpo, apenas cubriéndolo, sin dejar nada más librado a la imaginación.
De pronto tuve una erección, mientras miraba sus movimientos sensuales.

Las manos de ese hombre negro acariciaron la cintura de mi esposa, mientras las manos de ella subían por los musculosos brazos del negro hasta enredarse detrás de su grueso cuello. Con ello, el tipo seguramente entendió que tenía luz verde y entonces sus manos bajaron más para abarcar las redondas y firmes nalgas de Anita.

Ahora ella empujaba su cuerpo contra el de él; con sus piernas ligeramente abiertas, para dejarle espacio suficiente al muslo del negro, que ahora se metía contra la delicada entrepierna de mi esposa.

Mientras ellos bailaban de esa forma, fue armándose cerca un grupo de hombres negros que los iban rodeando. Entonces pude ver alguna mano negra que deslizaba el cierre del vestido rojo en la espalda de Anita…

La tela roja fue abriéndose, revelando primero la espalda desnuda de mi esposa y luego la parte superior de su hermoso y delicado trasero.
La música cambió y el compañero de baile de Ana la hizo girar, enfrentándome ahora a mí. Sus ojos estaban cerrados, la boca abierta y sus cabellos mojados por el sudor. Ella apoyaba su cola contra la bragueta del hombre negro.
El tipo sonreía mientras sus enormes manos se deslizaban por el vestido abierto de Ana, acariciando todo su cuerpo desde atrás.

En ese momento decidí que debía intervenir, si no quería que mi mujercita terminara siendo cogida por una banda de negros hambrientos en medio de esa pista de baile. Me levanté y avancé unos pasos, pero dos hombres negros elegantemente vestidos en trajes oscuros me detuvieron.

“Es mejor que te quedes sentado y tranquilo… blanquito cornudo…”
Gruñó despacio uno de ellos a mi oído.

Me quejé con ellos, diciendo que me retiraba con mi esposa. Pero me dijeron que me sentara y relajara, porque mi mujer no iba a ir a ningún lado. Además ella estaba disfrutando de lo que sucedía a su alrededor.
Me empujaron de vuelta a mi asiento y se quedaron a mi lado custodiándome para que no me levantara otra vez.

Los movimientos de Anita habían cambiado. En vez de un suave balanceo de caderas al ritmo de la música, su cabeza ahora se sacudía sin control; junto con la parte superior de su delicado cuerpo, que subía y bajaba sin parar. El cuerpo del negro hacía lo mismo y entonces no me quedó ninguna duda de que ese gigante la estaba cogiendo desde atrás…

Ese negro se cogió a mi esposa al menos durante casi cinco minutos en medio de la gente; hasta que pude ver su expresión que cambiaba. Ahora sonreía mientras aminoraba sus movimientos, hasta finalmente detenerse por completo, con una cara totalmente relajada.

Apenas ese tipo terminó con Ana, otro hombre negro la tomó entre sus brazos. Mi esposa se rió y se dispuso a recibir otra dosis de verga negra.
Esta vez el segundo negro me daba la espalda, así que no pude ver demasiado detalle de cómo comenzaba a cogerse a mi mujercita.

De repente ambos giraron y pude apreciar que Ana estaba doblada por la cintura. Su vestido rojo enrollado en la cintura y no había rastros de su tanga negra. Ella estaba moviendo su trasero en círculos, llevando su hambrienta concha al encuentro de esa nueva pija negra…

De repente observé una expresión de dolor en el rostro de Ana. A pesar de la dilatación y la lubricación que le había dejado el primer hombre, todavía estaba luchando para que le entrara toda la verga entera.
Pero después de unos instantes, Ana sonrió triunfante y comenzó a moverse salvajemente sobre la entrepierna del negro, mientras él la sujetaba y la cogía a su antojo.

Casi salté de mi asiento al oír una profunda voz a mi lado:
“A esa puta de esposa blanca realmente le gustan las vergas negras…”
Giré mi cabeza, para ver que era el dueño del lugar quien había hablado, un enorme negro calvo de edad madura, vestido muy elegantemente.

Volví a mirar la pista de baile para ver justo que mi esposa era arrastrada por varios hombres negros fuera de allí. El vestido rojo colgaba de su cintura y su cuerpo desnudo se veía brillando debido al sudor. Ana ya no se resistía más; cuando giró su cabeza buscándome con la mirada, pude adivinar que sus ojos estaban poseídos por la lujuria…

Cuando Ana desapareció de mi vista, el negro a mi lado susurró a mi oído:

“No se preocupe… mis muchachos van a enfiestar un rato a la puta de su mujercita en el salón de atrás antes de traérmela bien usada a mi cama…”

Me volví furioso contra él, pero sus dos guardaespaldas negros me sujetaron sin que pudiera moverme. El dueño les ordenó que me guiaran afuera y consiguieran un taxi que me llevara al hotel.

Mientras se alejaba giró su cabeza para decirme:
“Le devolveremos a su puta blanca sana y salva, aunque un poco dolorida tal vez. Desde ahora solamente va a querer coger con vergas negras…”

Sus dos hombres me empujaron a un taxi estacionado en la calle.
Le ordenaron al conductor que me sacara de allí y regresara más tarde a buscar a mi esposa. Luego entraron otra vez, riéndose a carcajadas.

El taxista negro encendió el motor y me preguntó sonriendo:

“Entonces, blanquito cornudo… adónde vamos…?”

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