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Doña Rocío la sirvienta. Primera parte.

Doña Rocío la sirvienta. Primera parte.
Me gusta compartir experiencias reales, así que voy a contar como me inicié yo en el sexo y en mi predilección por las mujeres voluptuosas.

Mis años de adolescencia no se caracterizaron por tener el sexo como algo prioritario como para muchos otros chicos, ya que el deporte ocupaba gran parte de mi tiempo libre, y no teníamos tan fácil acceso a imágenes como hay ahora. Eso no quita que, como cualquier chaval, me hacía mis pajas pensando en profesoras, vecinas, madres de amigos o alguna compañera de clase, aunque, no sé por qué motivo, siempre me llamaron especialmente la atención las mujeres maduras mas que las jóvenes, y especialmente si estaban dotadas con grandes curvas.

Prácticamente no empecé a preocuparme por el sexo hasta llegar a los 18 años, momento que coincidió con una lesión de rodilla que, posteriormente, me hizo dejar la competición. Tras una operación, y varios días de hospital, las primeras semanas me tocó estar en casa, salvo algún momento donde me llevaba una ambulancia a un centro de fisioterapia. Mis amigos apenas venían a visitarme más que para traerme apuntes de la Universidad, y, durante la mañana, la única persona que estaba en casa era la señora Rocío, la mujer que limpiaba mientras mis padres estaban en el trabajo.

Los primeros días tras salir del hospital, mis padres se pidieron días en el trabajo, y me echaban una mano para ir al baño, lavarme, vestirme. Una vez me fui manejando con las muletas y tenía menos dolores, fui yo poco a poco apañándome, y ellos regresaron a su rutina laboral. Rocío me echaba una mano, y cuando necesitaba agua, un libro, o alguna otra pequeña cosa, ella me lo acercaba.

La señora Rocío era una mujer de casi 60 años, la típica ama de casa, que no llegó a terminar el colegio y leía malamente, casada con un albañil con apenas 17 años, y que había criado ella sola a sus cinco hijos (todos ya independizados), mientras su marido estaba todo el día fuera de casa, o bien trabajando en la obra, o bien metido en el bar tomando vino y jugando a las cartas con los amigos, para llegar a casa con la cena preparada, sin ayudar en nada, y mucho menos tener detalles con su esposa. Uno de tantos matrimonios que eran muy habitual hace años, y que todavía existen, donde las mujeres era poco valoradas, e incluso tenían que aguantar malas contestaciones o cosas peores.

Aunque en teoría ya no debería necesitarlo, seguía trabajando, ya que su marido se fundía casi todo el sueldo en sus vicios, aficiones o lo que hiciera, y apenas le soltaba dinero, así que ella era como una hormiguita, y seguía ahorrando y exprimiendo lo que ganaba trabajando para poder hacer regalos a sus nietos e hijos, y llenar el frigorífico mínimamente.

Antes de la operación, apenas hablaba con ella, y poco a poco fuimos entablando una cordialidad, consiguiendo que nos tratásemos de tú cuando estábamos solos, cosa que hizo que fuésemos tomando confianza, contándome ella partes de su vida, y así poder conocer un mundo diferente al de mi familia y amigos. Una mujer con una vida más dura de lo que nunca me hubiese imaginado, con un gran corazón, y con un tremendo complejo de inferioridad tanto físico, como intelectual. Llevaba muy mal el no haber podido estudiar, aunque tenía una mente muy viva y despierta. Físicamente llevaba siempre para trabajar una falda larga, amplia, y unas blusas de manga larga también amplias que la hacían aparentar más gorda al no ir metida por dentro de la falda, lo que hacía que no marcara para nada sus curvas, pareciendo un tonel. También se recogía el pelo con una especie de moño, lo que le hacía más mayor, aunque, eso sí, siempre llevaba el pelo teñido de un castaño claro, sin llegar a ser rubio. No era precisamente una mujer que atrajera sexualmente a ningún hombre. Ella, en esas conversaciones, también me preguntaba sobre mi vida, mis amigos, o si tenía novia, a lo cual yo me ponía muy colorado, le decía que no había tenido tiempo para esas cosas con tanto deporte y estudios, y le cambiaba de tema, cosa que a ella le hacía mucha gracia verme tan nervioso cuando me preguntaba por ese tema.

Esos días me solía levantar cuando mis padres ya se habían ido a trabajar por lo menos hacía más de una o dos horas. Agarraba mis muletas y bajaba en pijama, y, tras pasar por el baño, entraba en la cocina, daba los buenos días a nuestra criada, y ella me ponía un delicioso desayuno en la mesa. Así era cada mañana, aprovechando a ratos para charlar con ella, mientras pasaban unos días que se me hacían eternos y no veía el fin de la convalecencia.

Una mañana me desperté cuando mis padres se iban a trabajar, me levanté para ir a desayunar, y bajé a la planta baja; cada día me manejaba mejor con las muletas y una pierna. Debían ser algo más de las siete y media de la mañana, y la señora Rocío no entraba hasta las ocho de la mañana en casa, así que me senté en el salón a leer un libro junto a la ventana, pero me quedé dormido. El ruido de la puerta de la calle al cerrarse me despertó, y si hoy me hubiera pasado, hubiera saludado, pero con la juventud de un chaval, tardé en abrir el ojo, me desperecé un poco, mientras sentía que nuestra sirvienta había entrado en el cuarto de servicio. Me levanté, y poco a poco me acerqué para ir a la cocina para desayunar.

Al pasar por delante del cuarto de servicio, estaba la puerta entornada, me detuve para saludar, pero… Allí estaba la señora Rocío de espaldas, quitándose la parte de arriba. El corazón me palpitaba, y por un momento hice amago de irme en silencio, pero la curiosidad fue mayor, y permanecí mirando desde el pasillo. Su piel era muy blanquita, y su espalda desnuda, estaba atravesada solamente por una franja ancha del sujetador y las tiras verticales sobre los hombros. Me quedé abobado mirando su piel. Acto seguido se desabrochó y bajó la cremallera de la falda de calle que llevaba, y la dejó caer hacia los tobillos. Para nada era un barril, las caderas eran de infarto, un culo grande y algo respingón, tapado por unas bragas blancas, y unas piernas moldeadas que me hicieron empalmar automáticamente. Al agacharse para sacar los pies, esas nalgas quedaron mirando hacia mí, y unos pelillos oscuros rebosaban más allá de las bragas por las ingles, que casi hacen que me corriera allí mismo. Era lo más cerca que había estado de una mujer en paños menores. Ni a mi madre la había visto en ropa interior. De pronto giró un poco el cuerpo para coger una percha, y pude admirar como un pecho enorme, tapado por el sujetador, sobresalía sobre su cuerpo gordito, pero escultural. Continuaba de espaldas, vistiéndose, momento que yo aproveche para volver al salón sin saber muy bien qué hacer para que mi empalmada bajara. Me senté en el salón, y me tapé con la revista. Al minuto salió la señora Rocío del cuarto de servicio, y entró en la cocina. Una vez que el bulto bajó, entré en la cocina para desayunar.

– ¡Buenos días, Javier! Siéntate y te preparo el desayuno.

– ¡Buenos días! – dije con apenas un susurro que salía de mi garganta, mientras mi mirada aún nerviosa miraba hacia el suelo.

– ¿Te encuentras bien? Estás colorado y como sudando.- Mientras se acercó a mí, y ponía su mano en mi frente.

– Pues no sé si tendrás fiebre, muchacho. ¿Te encuentras mal?

– Estoy bien, solo ha sido un sueño que he tenido, y me he despertado así.

– Pues sí que ha debido de ser malo para que te levantaras así.

– No se preocupe, pero no recuerdo que fuera una pesadilla, sino más bien algo que me ha debido poner nervioso, y ya no lo recuerdo.

– Pues mejor. De todas manera, desayuna, y túmbate un poco, y así descansas un poco mal, que no te vendrá nada mal.

Desayuné mientras mis ojos continuamente miraban con deseo las caderas y tobillos de la señora Rocío, mientras ésta fregaba los platos en la pila. Cogí mis muletas, intentando disimular una nueva empalmada bajo mi pijama.

– Espera que te ayudo, hijo, y te quito el cubo de la fregona, que lo he dejado en el pasillo.

Y se agachó justo cuando pasaba a su lado. Quedando su cara a medio metro de mis partes. Según se incorporó, su mirada se fijó en el bulto que provocaba mi pene erecto en el pijama, y ahora la que tenía cara de no saber dónde mirar fue ella. Cogió el cubo, y se apartó nerviosa hacia el interior de la cocina.

Me tumbé en mi cuarto con un trozo de papel higiénico que cogí del baño, y me hice una soberana paja en la cama. Una vez más calmado, fui al baño, y me arreglé y aseé para bajar al salón.

Ese día fue el primero de mi sexualidad desde un punto de vista que hasta entonces no conocía, y desde entonces mi gran pasión por las mujeres con grandes curvas.

Los siguientes días me despertaba muy pronto para intentar ver a escondidas a Rocío, pero resulta que de los nervios no era capaz de acercarme a la puerta del cuarto del servicio, y me tenía que ir a pajear antes de que saliera. Recuerdo que ella también estuvo un par de días como más nerviosa después de ver el abultamiento de mi pijama aquella mañana, y eso me marcó un poco de distancia.

Poco a poco se fue tranquilizando la cosa, y nuestras conversaciones volviendo a la normalidad, aunque yo era incapaz de evitar no mirarla con otros ojos que no fueran de deseos imaginarios.

Una mañana, que ya me movía con una sola muleta, y ya era capaz de ir a la universidad por las tardes, bajé con cuidado al salón nada más irse mis padres, y me puse a leer hasta la llegada de la señora Rocío. Eso sí, ya me había tenido que hacer una soberana paja antes de bajar. Se me hizo eterna la espera, hasta que de pronto escuché que la puerta de la calle se abría, entraba nuestra empleada, y se volvía a cerrar. Una vez sentí que iba al cuarto de servicio, me acerqué con cuidado, y vi que la puerta estaba medio abierta. Dejé la muleta apoyada en la entrada del salón para no hacer ningún ruido. Allí estaba de espaldas ella, quitándose la parte superior, y colgándola en una percha; acto seguido la falda cayó al suelo, y yo me acerqué un poco más al hueco de la puerta abierto, justo cuando su culo con esas bragas blancas estaba en pompa mostrando sus curvas en todo su esplendor. No me di cuenta, que apoyaba el peso sobre mi pierna aún muy débil según me agachaba hacia delante, y un intenso dolor me hizo caer hacia delante, empujando sin querer la puerta, y cayendo dentro del cuarto de servicio.

La señora Rocío pegó un grito enorme, y yo caído en el suelo retorciéndome de dolor. Fue todo tan rápido, pero a pesar de la situación tan lamentable, pude verla de frente, con unos pechos maravillosos tapados por su sujetador. Ella se puso su ropa en un visto y no visto, pero yo era incapaz de moverme por el dolor y el miedo a haberme lastimado de nuevo mi rodilla operada.

Se agachó rápidamente para ayudarme.

– ¡Pero, Javier! ¿Qué susto me has dado? ¿Estás bien, hijo?

– ¡Ay, qué dolor! Perdone, escuché un ruido, y pensé que era más pronto, y al acercarme sin hacer ruido pensando que eran ladrones, me he caído.

– ¡Pero, muchacho! ¿Y la muleta?

– La dejé a la entrada del salón para no hacer ruido, y la pierna me falló.

– Llamo a tus padres ahora mismo, no te muevas.

– No, Rocío, no les llames, espera un momento, parece que me va doliendo menos.

El dolor era mayor del que intentaba disimular, pero al final me tocó esa mañana ir con mi padre a urgencias, y me mandaron reposo total durante una semana, antes de volver a los ejercicios de rehabilitación. Por suerte todo quedó en eso, una pequeña recaída.

Mis padres andaban con problemas para pedirse más días en el trabajo, así que yo dije que me iba a portar bien, y la señora Rocío se desvivió en decir que me ayudaría en lo que hiciera falta, que no se preocuparan. En el fondo tenía un cargo de conciencia enorme, ya que pensaba que me había hecho daño por su culpa. Así que por un lado yo supercontento, ya que el poder estar solo con Rocío para mí era una alegría.

A la mañana siguiente me desperté pronto pensando en doña Rocío, y con unas ganas horribles de ir al baño. Así que la espera hasta que llegó se me hizo más larga por la necesidad de ir a hacer pis. Cuando llegó doña Rocío, se cambió de ropa, mientras yo imaginaba paso a paso como se desvestía. Lo primero que hizo fue subir a ver si necesitaba algo, y allí estaba yo en la cama, con una almohada bajo la pierna para tenerla más levanta, pero con una gran empalmada pero que ella no podía ver con las sábanas que me tapaban.

– Buenos días, Javier. ¿Qué tal has dormido hoy?

– ¡Buenos días!He dormido regular, un poco dolorido cuando me movía, pero muchísimo mejor.

– ¿Necesitas algo?

– Tendría que ir al baño, si me acercas la silla de ruedas, ya me apaño yo.

– No te preocupes por nada, a ver si te vas a hacer daño, hijo. Yo te ayudo a sentarte en ella. Ya que por mi culpa mira como estás.

– ¿Por tu culpa? Será culpa mía, que solté la muleta. No fue culpa tuya que yo me asustara, solo hiciste lo de todos los días.

– Ya, pero encima tenía que haber cerrado la puerta. ¡Qué vergüenza que me vieras en paños menores!

– ¿Vergüenza? No te preocupes, apenas la vi en ropa interior, y lo que vi fue muy bonito.

– No digas bobadas, Javier. Soy una mujer mayor, gorda y fea. Y tenía que haber cerrado la puerta, habrás pensado que soy una ligera. No digas nada a tus padres, por favor.

Su cara era de angustia y preocupación muy grandes por lo sucedido, y me dio muchísima pena que se torturara de esa manera.

– Pero Rocío, no diga eso. Yo no voy a contar nada a mis padres, ni loco haría eso. Y no quiero m*****arla, pero lo digo de corazón, es usted una mujer preciosa, y con un cuerpo espectacular.

– Hijo, no digas eso, podría ser tu madre.

– Pero no lo es, y con lo mal que te ha tratado la vida, creo que es justo que sepas que eres una gran mujer, y muy bonita.

– Bueno, Javier, déjate de esos comentarios, y ven que te ayude a sentarte en la silla de ruedas.

A esas alturas, mi empalmada había bajado, y me destapé indicándole cómo debía sujetar mi pierna mientras yo me sentaba en el borde de la cama. Sus manos sujetaron mi pierna con mucho miedo y delicadeza, y yo hice el resto. Me acercó las muletas, y apoyándome en la pierna buena, y un poco de ayuda de ella, me puse de pie. Ella acercó la silla, y la colocó detrás de mí. Yo me dejé caer en la silla, y ella me llevó al baño. Ahí surgió un momento de incertidumbre entre los dos.

– No te preocupes, Rocío, ya me apaño yo aquí. Puedes irte, que ya te aviso.

– Ni hablar, muchacho. Ya te has hecho daño por mi culpa, y no voy a consentir que te hagas más.

– Y dale…

– Ni dale, ni nada. Ya te ayudo yo a sentarte en la taza, y me salgo un momento cuando estés ahí.

La señora Rocío se salió, y yo me bajé el pantalón una vez sentado en la taza del water. Luego me subí el pantalón como buenamente pude, y subió a buscarme para llevarme a la habitación y allí me llevó el desayuno para que no tuviera que bajar.

La verdad es que con tanta ayuda y abrazo para subir y bajar de la silla de ruedas, me había puesto bastante nervioso, y tenía una buena sudada, comenzando a oler a sudor. Otro problema más, porque necesitaba asearme, y en mi situación era difícil entrar en la bañera. Antes no era tan normal tener platos de ducha. Así que al acabar de desayunar, como buenamente pude, me acerqué al baño con la silla de ruedas para asearme con una esponja al menos las axilas y el cuerpo.

– ¿Pero dónde vas? – Me dijo ella al sentir ruido por la planta de arriba.

– Iba al servicio a lavarme los dientes y asearme un poco.

– ¿Y no me puedes llamar? Anda, quita, que te ayudo yo.

– De verdad, que no quiero m*****ar.

– Déjate de bobadas, y ya te ayudo yo.

Y sin darme oportunidad de réplica, me acercó al lavabo, me dio un vaso con ayuda, y me echó la pasta de dientes en el cepillo que tenía en la mano. Y mientras yo me lavaba los dientes, ella salió del baño sin decir nada más, y se fue a mi cuarto.

Estaba enjuagándome la boca, cuando ella regresó con ropa limpia y un calzoncillo limpio de la mano.

– No se preocupe, que ya me apaño yo con una esponja.

– Anda, déjate de bobadas, que me vas a poner todo perdido de agua y te puedes además hacer daño.

Ahora sí que estaba sudando de los nervios que tenía. La situación me había descolocado, y con la inexperiencia que tenía, estaba descolocado y muy colorado.

– Anda, Javier. No te pongas tan colorado, que recuerda que tengo hijos varones.

Y sin darme opción, con energía me ayudó a levantarme para sentarme sobre la tapa de la taza del water, abrió el grifo del agua caliente del lavabo, me quitó la parte de arriba del pijama, y mojó la esponja, echando algo de jabón también para lavarme el cuerpo. Comenzó a frotarme el cuerpo, y luego aclaró la esponja unas cuantas veces para quitarme la espuma. De pronto vi que echaba más jabón a la esponja, y dejando esta en el lavabo, se acercó.

– Ahora ven que te ayude a ponerte de pie.

Me agarré a ella sin saber que iba a hacer. Y yo obedeciendo, me incorporé con su ayuda.

– Agárrate aquí.- Me dijo, indicando que me sujetase a la barra de las toallas.

Y según estaba de pie agarrado a la pata coja, sin darme tiempo a decir nada, me bajó el pantalón y el slip. Mi instinto fue con la mano que tenía libre, taparme mis partes. Para nada estaba excitado, más bien avergonzado. Supongo que mi inexperiencia marcaba mis reacciones.

– Ahora siéntate.

Y agarrándome de nuevo me ayudó a sentarme, para sacar la ropa por mis pies.

Allí estaba yo desnudo, sentado en el water, y tapándome con los brazos mis partes.

– Ven acá, que necesito que estés de pie para lavarte.

Yo era incapaz de decir nada de la vergüenza, y me puse de pie de nuevo, tapándome de nuevo mis partes con la mano libre al estar de nuevo a la pata coja.

La señora Roció comenzó a lavarme las nalgas y las piernas por detrás. Mojó un poco más la esponja, y se puso a enjabonarme por delante.

– Pero quita la mano, muchacho, que no voy a poder limpiarte bien.

Yo quité la mano, y comenzó a frotar mis piernas por delante, y me enjabonó mi partes. Del meneo que me metió con la esponja fue inevitable que se me pusiera morcillona. Aunque ella no hizo signo de inmutarse, y seguía con energía con su tarea de lavarme.

Aclaró la esponja, y comenzó primero por detrás, mientras yo con mi mano intentaba tapar mi bulto creciente. Volvió a aclarar la esponja alguna vez más, y ahora tocaba por la parte de delante. Aparté la mano con vergüenza, y ella, aunque no dijo nada, abrió los ojos más, al ver que mi miembro estaba bastante crecido. Así y todo, frotó para quitar parte del jabón, y no pude evitar empalmarme del todo.

Allí ninguno de los dos decíamos nada.

Volvió con la esponja para acabar de aclara el jabón restante de mis partes, y al comenzar a frotar no lo pude evitar, y me corrí, salpicando el brazo de la señora Rocío.

– ¡Ay! ¡Perdón…! ¡Qué vergüenza! – Dije con la voz entrecortada por el orgasmo, los nervios y la vergüenza. Y me tapaba el pito, que seguía escupiendo en mi mano.

– ¿Pero qué te ha pasado, muchacho? Si solo te estaba lavando.

– Disculpe, es la primera vez que una mujer me toca mis partes.

– Lo dices en serio. Yo pensé que bromeabas cuando decías que no tenías novia. Discúlpame a mí. Pero si yo soy una mujer mayor y gorda.

– No diga eso, para mí no lo es…. – dije hablando casi en un susurro, mientras era incapaz de mirarla, y rojo de vergüenza, miraba hacia abajo y la pared lateral.

La señora Rocío no dijo nada a mi frase. Se limpió el brazo, y con la esponja agarró mi mano, la separó, me limpió con la esponja el semen, y luego me aclaró con delicadeza mis partes. Ayudándome a vestir, y durante esos minutos ninguno de los dos dijo nada.

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